sábado, 26 de febrero de 2011

Montar en globo (cartilla para leer a políticos mercenarios)


«No era esto, no era esto», protestaba Ortega y Gasset en su célebre discurso madrileño del 6 de diciembre de 1931. Se refería el ilustre filósofo a la decepción que le provocaba el rumbo tomado por la jovencísima II República Española en sus primeros meses de vida. Casi ocho décadas más tarde, la frase aún podría servir para recordarle a Rodríguez Zapatero que tampoco era esto lo que sus votantes y la izquierda en general esperaban de él. Claro que, en el caso de ZP, hablar de decepción es pecar de generosidad; para describir lo que ha hecho el presidente con obreros y socialistas, votantes o no del PSOE, el idioma dispone de vocablos mucho más rotundos. Traición, por ejemplo, sería más adecuado. Traicionada se ha visto aquella petición de «no nos falles» que la multitud entonó a coro la noche del 14 de marzo de 2004 frente a Ferraz mientras celebraba el vuelco electoral; una demanda a la que el flamante candidato vencedor asintió sonriente, asegurando haber «captado el mensaje». Tras casi siete años en el Gobierno, ha quedado patente que el mensaje, si se comprendió, se ha ignorado. Una vez más en la recurrente historia de nuestra democracia, el partido que presume en sus siglas de socialista ha vuelto a traicionar la confianza de sus electores, a desairar las aspiraciones de las izquierdas todas y a mancillar los centenarios principios sobre los que se fundó el PSOE.
Drásticos recortes al gasto y los servicios públicos, amputación traumática de los derechos de los trabajadores, aumento de impuestos indirectos –léase impuestos injustos–, bajadas impositivas a las empresas, consolidación de las obscenas exenciones fiscales para las grandes fortunas (SICAV’s), reducción sin precedentes del sueldo de los funcionarios, congelación de las pensiones, retraso de las jubilaciones, absurdo abaratamiento del despido, escandalosa sumisión a la espuria política de rescates bancarios con fondos públicos impuesta por Europa, continuación de la insensata y nefanda estrategia de liquidación de activos estatales, cánones de manga ancha, prohibiciones a discreción… En suma: plegamiento servil y sin fisuras al credo neoliberal y a las exigencias del lobby financiero global; la soberanía nacional supeditada a la soberanía de los mercados, auténticos y anónimos dueños de las decisiones de nuestros gobernantes; el sufragio universal sometido al arbitrario yugo de las agencias privadas de calificación. Ese es el triste saldo de poco más de seis años de gobierno pretendidamente socialista y obrero.
Cierto es que los primeros pasos habían sido esperanzadores. La retirada de Irak y, sobre todo, su justificación esgrimiendo la voluntad del pueblo soberano, fue vista por muchos, españoles y extranjeros, como un saludable ejercicio de democracia plena. Recientemente hemos conocido, gracias a Wikileaks, que aquel supuesto golpe de timón no era más que una fachada. En la intimidad de las embajadas, nuestra diplomacia seguía ofreciendo al amigo americano el ‘tratamiento Lewinsky’ que tan buenos resultados diera en los años del aznarato. Prueba de ello fueron los turbios manejos vía fiscal jefe que sirvieron para ayudar a EE UU a esconder de la Justicia sus vergüenzas en Irak y Guantánamo. Como cantaba Krahe: «gringo ser muy absorbente».
También en política social, las primeras iniciativas parlamentarias fueron un guiño a la España progresista. El tiempo, sin embargo,  se encargó de demostrar que se legislaba para la galería. Por decirlo con las palabras del genial Ortega en 1931, perfectamente vigentes hoy: «En vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro saliese cada mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto, vistoso como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su grupo, de su partido o de su masa cliente».
Luego llegó la crisis, que dio al traste con el superávit presupuestario del que tanto se había alardeado. Una crisis que el PSOE, por insólita ceguera o ladino descaro, había negado con unísona rotundidad durante la campaña para las generales de 2008. Pero, como es sabido, los políticos acostumbran a escarmentar sobre costillas ajenas, por lo que las torpes bravuconadas del Gobierno terminaron pagándolas los bolsillos de los ciudadanos de a pie. Bastó que las agencias de calificación –norteamericanas, por supuesto– dieran un par de vueltas de tuerca a nuestra deuda. De la noche a la mañana, y sin haber pedido más dinero, los intereses de las obligaciones ya contraídas se tradujeron en millonarios compromisos de pago no previstos. De repente soplaron vientos de reforma, ya no necesaria, sino perentoria. Era hora de recortar a conciencia el gasto público, sin importar que nuestra proporción deuda/PIB fuera de las más bajas de Europa; de luchar contra el paro a base de cercenar derechos y abaratar despidos; de convencer al trabajador de que arrimar el hombro significa trabajar más por menos y renunciar a reivindicaciones conseguidas tras décadas de lucha, sudor y sangre; de convertir en servicios de pago prestaciones que siempre habían sido gratuitas; de consagrar al déficit como enemigo número uno de la recuperación.
Es el precio de pertenecer a una unión monetaria cuyo Banco Central está autorizado para destinar fondos billonarios al rescate de bancos y entidades financieras (el 13% del PIB de Europa, según reconoció en abril de 2010 el comisario europeo para el Mercado Interior, Michel Barnier) pero tiene prohibido comprar deuda soberana de los estados. Este sinsentido ha sido denunciado por numerosas voces, entre ellas la de un ex presidente español que, por  desgracia, no encontró el momento idóneo para plantear esa misma reivindicación durante sus largos años en La Moncloa, antes de firmar el Acta Única o el Tratado de Maastricht.
Agobiado por la presión especuladora, el Gobierno ha hecho este último año ímprobos esfuerzos para tratar de justificar ante la ciudadanía el cambio de rumbo y la conveniencia de sus reformas. Unas medidas desmedidas que han convertido su programa económico en un salmo neocapitalista más propio de otras latitudes del espectro político. Las excusas han resultado pueriles o inadmisibles, y las más de las veces, ambas cosas a la vez. Sonrojo ajeno ha provocado escucharles defender como dogmas de fe unos postulados cuya incongruencia constituye una ofensa a la inteligencia de los electores y un atropello a la tradición socialista y obrera en España. He aquí algunos ejemplos:
-         El recorte del gasto público no sólo es compatible con la recuperación económica; es además indispensable y urgente.
-         Para luchar contra el paro es necesario abaratar el despido; o sea, en tiempos de sequía, hay que bajar el precio del agua.
-         La subida de impuestos indirectos protege el estado del bienestar y beneficia a las clases menos favorecidas.
-         Para «calmar a los mercados» no hay más remedio que arrebatar derechos a los trabajadores.
-         Es legal y moralmente aceptable que, en plena crisis, la banca y los grandes capitales sigan obteniendo beneficios multimillonarios mientras los demás pagamos los platos que ellos han roto.
-         La mejor manera de evitar la quiebra de las entidades que sean demasiado grandes para caer no es la intervención estatal para hacerse cargo de sus activos, sino la socialización de su pasivo para convertir una deuda privada en deuda pública a cargo del contribuyente. Dicho de otro modo: cuando los ricos ganan, solo ganan ellos; cuando dejan de ganar, perdemos todos.
Estas y otras sandeces similares se han venido repitiendo con goebbelsiana insistencia desde las tribunas oficiales. Para ello han contado con la bochornosa colaboración, o al menos con el silencio cómplice y cobarde, de los medios de comunicación convencionales. Y a fuerza de remachar, cada vez son más los que, por carecer de la formación o la información necesarias, acaban creyéndose argumentos tan peregrinos. Ya lo dijo Ignacio Ramonet: «en nuestras sociedades mediáticas, repetir equivale a demostrar». La moraleja subliminal, el mensaje que subyace en todas las voces y las plumas que hemos llamado convencionales cuando informan sobre economía es tan unánime como falaz: los recortes, aunque drásticos, son necesarios. ESO ES MENTIRA. Desde los medios alternativos, es preciso gritarlo bien alto. Son legión en todo el mundo las voces de reconocidos intelectuales, científicos, economistas y expertos de todo tipo, entre ellos algún premio Nobel, que lanzan un mensaje bien distinto: LOS CAMBIOS SON NECESARIOS, URGENTES Y HASTA CRÍTICOS, PERO HAN DE IR EN OTRA DIRECCIÓN. Lamentablemente, esas opiniones no tienen acceso a los telediarios ni a las tertulias de los canales habituales.
Mientras tanto, la derecha de verdad, la oportunista oposición conservadora que ha celebrado cada tropezón que nos hundía más y más en el abismo, la del no a todo, la misma que «acariciaba» cifras millonarias de parados, se ha visto por fin obligada a tomar partido, invitada a participar en la elaboración de sus propias recetas. Entre el país y sus propios intereses, su elección no ha sido difícil. De no ser por el sagaz pragmatismo, ya clásico, de las minorías periféricas –esta vez le tocaba al Norte–, el Parlamento ya estaría disuelto. En Génova ya se frotan las manos pensando de qué color pintarán la bodeguilla monclovita. Saben perfectamente que el suyo está lejos de ser el candidato que a España le gustaría, pero saben también que para ganar sólo necesitan que el otro pierda. Nuestra historia democrática ha demostrado que en el fútbol electoral los penaltis no los paran los aspirantes; los fallan los presidentes.
Y este presidente es un consumado experto en eso de fallar. A los trabajadores, desde luego, bien que nos ha fallado. Es más: sustituyendo alguna vocal, el verbo sigue teniendo sentido. Ya solo nos queda montar en globo. Pagando, claro.

Red Kite. Febrero 2011.
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NOTA: Al cerrar este post, nos ha llegado este enlace con una interesante invitación sobre la que conviene al menos meditar: Iniciativa Debate Público





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viernes, 4 de febrero de 2011

Criatura de la noche (fábula antiparasitaria)



«Nací hace cientos de años. Tantos que he perdido la cuenta. Y esta es mi historia:

De mi infancia, lo único que recuerdo es que empecé a trabajar muy joven. Como todo quisqui, tuve que buscarme un empleo. Entré de aprendiz en una fragua y al poco tiempo ya me ganaba la vida como fabricante de espadas. Era un oficio noble y próspero, pues en aquella época las guerras eran algo bastante frecuente y sobraba la clientela.
Siglos más tarde, con la llegada de la pólvora, mi negocio se fue al traste, lo que me obligó a reciclarme. Convertí mi herrería en un taller artesano donde fabricaba toda clase de armas de fuego. La fortuna no tardó en sonreírme de nuevo, pues los humanos seguían empeñados en matarse entre sí y hacían cola para recoger sus pedidos. Llegué incluso a ser armero de una casa real, lo que me reportó pingües beneficios.
Sin embargo, a pesar de mi naturaleza hematófaga, tanta sangre acabó por hastiarme. Dispuesto a dar un giro radical a mi vida, me hice trovador. Siempre se me han dado bien las lenguas, así que, acompañado de mi cítara me dediqué a vender mis trovas por los cuatro confines. No era una empresa tan lucrativa como la de las armas, pero me permitió conocer mundo y mezclarme con la gente.
Pero mi carrera de poeta de los caminos no duró mucho. A los pocos siglos, un cretino inventó la imprenta, y aquel trabajo dejó de ser rentable. Otra vez a cambiar de gremio. Aprovechando mi habilidad con los instrumentos de cuerda, me dediqué a la música. Aquellos fueron buenos tiempos. No sólo me ganaba la vida holgadamente, sino que además conseguí el reconocimiento del público que abarrotaba los lugares donde tocaba.
Aquello duró varios siglos, hasta que llegó un nuevo invento: el gramófono. La gente ya no necesitaba acudir a mis conciertos para escuchar música, y el negocio empezó a flojear. Sin embargo, lo que al principio pareció una serie amenaza se convirtió muy pronto en una mina de oro. Con la venta de discos, mis ingresos se multiplicaron. Tanto, que podía permitirme el lujo de no dar más que unos pocos recitales al año. Luego vinieron las casetes y el CD. Al vídeo y al DVD no pude sacarles partido, ya que mi imagen de inmortal no podía ser captada ni reproducida con aquella tecnología, pero aun así las ventas no dejaban de crecer. Fue una época inolvidable.
 El Palacio Longoria, donde ahora resido. Tiene dema-
 siada luz para mi gusto, pero no está mal, ¿a que no?
Hasta que llegó la era digital con el formato MP3, Internet y las malditas redes de archivos compartidos P2P. El público dejó de comprar discos, pues podía bajarlos gratis sin moverse de casa. Los precios y las ventas cayeron en picado. Una vez más, el progreso me obligaba a cambiar de profesión, pues los años me habían aburguesado y no me seducía la idea de volver a los escenarios.
Entonces, un amigo vampiro me habló de la SGAE. Y ahora, por fin, estoy entre los míos».

Red Kite. Febrero 2011.

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jueves, 3 de febrero de 2011

El Elegido (crónica satiricofutbolera)


Desde que el mundo es mundo civilizado, desde que es nuestra especie la que escribe la Historia, desde aquel tiempo remoto en que se inventaron las ciudades, y la Era Prehistórica dio paso a la Edad Antigua, el mito del elegido ha estado presente en todas las culturas, sagradas escrituras y relatos épicos. En la tradición judeocristiana occidental, la leyenda del héroe predestinado a derrotar al mal y traer el equilibrio ha dado origen a un buen número de personajes de lo más dispar: desde Moisés a Harry Potter, pasando por Jesús de Nazaret, el rey Arturo, Conan El Bárbaro, el Neo de Matrix, Anakin Skywalker o Aragorn de Gondor.
El elegido, en pleno recuento midicloriano.
En alguna leyenda seme-jante debía de estar pensando el señor Pérez cuando en 2009 decidió emplear cerca de 35 de sus minolles1 (casi 6.000 kilos de los de antes) en hacerse con los servicios de Xabi Alonso. El conocido empre-sario acababa de regresar a la presidencia del RM y estaba dispuesto a armar otro equipo galáctico para su segunda etapa al frente del club. No se trataba de ninguna apuesta visionaria. El de Tolosa venía avalado por un noble linaje (es hijo del recordado Periko Alonso, bicampeón de Liga con la Real Sociedad), un impecable expediente académico pulido en una de las más reputadas escuelas del fútbol inglés, el Liverpool, y un gran palmarés a sus 27 años: subcampeón de Liga con la Real, campeón de la FA Cup inglesa,2 de la Supercopa de Inglaterra, de la Liga de Campeones y de la Supercopa de Europa, todo ello con el Liverpool, y campeón de Europa de selecciones con España. La afición madridista, algo cansada quizá de estrellas foráneas, lo recibió como a un hijo pródigo. Cálida acogida que había sido previa y concienzudamente preparada por los gurús de la casa blanca y sus medios afines, que lo encumbraron como a un compendio de virtudes que aunaba en un solo jugador la clase de Redondo, la elegancia de Zidane y la contundencia de Makelele. El nuevo fichaje iba a ser el encargado de devolver al club su esplendor de antaño, la gloria de aquellos días en los que era el RM quien surtía de jugadores a la selección nacional y no al contrario.3 Pese a no contar con ninguna marca de nacimiento que confirmara su condición de predestinado, Alonso fue señalado como el mesías del que hablaban las profecías. “Aquel que traerá el equilibrio” al centro del campo. El elegido.
Pero el equilibrio no llegó. Básicamente, porque el RM no tenía un equipo, y mucho menos, un centro del campo. Un grupo de jugadores de primer nivel, sí; pero no un equipo. A las órdenes de Pellegrini, la plantilla más cara del mundo cuajó una temporada vacía de títulos, pobre de fútbol y nada brillante en el apartado del espectáculo. Si el entrenador tenía un sistema de juego, no lo pareció. El club fracasó en sus tres hitos decisivos: naufragó en la Copa de manera estrepitosa en las tranquilas y someras aguas de Alcorcón, se dejó noquear en su primera eliminatoria europea por un rival a priori muy inferior y se vio ampliamente superado en feudo propio por su eterno rival en la lucha por la Liga.
En semejante situación, poco había podido hacer el elegido. Sin las indicaciones precisas, sin demarcación ni función claras y sin un patrón de juego preestablecido, la mayor parte del tiempo deambuló por el centro del campo como un zombi. A ratos aburrido, como un niño en misa; por momentos desbordado, como una oficina del INEM; unas veces nervioso, como un padre primerizo en la sala de espera; otras innecesario, como una comadrona en el Vaticano. Contagiada por el tono gris general del equipo, su estrella fue decayendo poco a poco, eclipsada por el fulgor del astro portugués, que se había convertido por derecho propio en el héroe de la afición. Sumido en la misma apatía que la mayoría de sus compañeros, el elegido sólo podía confiar en que el nuevo técnico que designara Florentino trajera por fin un plan de juego y un método para ponerlo en práctica.
La patada lanzada por el holandés fue digna de un
Campeonato del Mundo de kun-fu.
Sin embargo, algo ocurrió al margen de la voluntad de Florentino. Llegó el verano, y el Mundial de Sudáfrica coronó al de Tolosa y a sus compañeros de selección con la anhelada estrella de campeones. Una sonadísima victoria que exacerbó el orgullo patrio y provocó que la prensa internacional volviera a hablar del “milagro español”. Pero aún más importante para nuestro elegido que el histórico y merecido trofeo fue lo que sucedió durante la final del campeonato. Los más de 700 millones de espectadores que seguían en directo el evento deportivo más visto de la historia pudieron contemplar cómo Alonso recibía en su pecho la tarjeta de visita de un rival desquiciado cuyo nombre no merece figurar aquí. Una monumental patada en salto y con los tacos por delante que a los humanos de a pie podría habernos reventado la caja torácica. Incomprensiblemente, el holandés continuó en el campo tras el salvaje lance, para indignación de los aficionados españoles y de los amantes del fútbol en general, y para vergüenza de la FIFA y de su estamento arbitral en particular. La patada habría merecido igualmente la expulsión si se hubiera tratado de un combate de judo. Concluida la competición, el máximo mandatario del fútbol mundial y hasta el propio árbitro –cuyos nombres tampoco son dignos de estas líneas– acabaron por reconocer el garrafal error, obligados por la incontestable evidencia que ofrecían las cámaras.4
Para Xabi Alonso, aquella agresión no sancionada iba a traer importantes consecuencias que marcarían el devenir de su carrera deportiva:
En primer lugar, el hecho de haberse levantado tras el brutal impacto para continuar jugando al fútbol con la misma intensidad corroboraba su condición sobrehumana. Para un simple mortal, semejante golpe habría supuesto, cuando menos, la retirada inmediata del campo y quién sabe si una temporada de baja o hasta de hospital.
En segundo lugar, tras aquella entrada, el cuerpo del tolosarra presentaba por fin una marca única, el sello distintivo del que hablaban las profecías: los tacos del neerlandés grabados en su pecho. Para muchos, aquella huella despejaba cualquier duda y lo señalaba inequívoca y definitivamente como alguien escogido por una voluntad superior. El aura de elegido volvía a rodearlo.
 Desde Sudáfrica, Alonso no ha vuelto a
 ver de cerca un gesto como este.
Por último, y fundamental, la patada del holandés varió de manera sustancial el trato que el estamento arbitral habría de dispensar en el futuro al elegido. El ancestral instinto de compensación que forma parte de la impronta genética de todo colegiado iba a traducirse en un invisible velo protector para con el maltratado jugador del RM. Una protección que acabaría trascendiendo el plano físico para trasladarse al ámbito disciplinario: no solo se extremaba el celo arbitral en las entradas que pudiera sufrir el de Tolosa; además, se relajaba el precepto sancionador para las faltas por él cometidas. Un impulso irrefrenable –hay que insistir: innato, ergo no premeditado– silenciaba los silbatos y mantenía las cartulinas en los bolsillos. Como si una ley no escrita  recomendara dosificarle las amonestaciones, espaciándolas en el tiempo y sin administrar nunca una segunda dosis en el mismo partido. El elegido no tardó en percatarse de la nueva situación y, cual si gozara de una bula concedida personalmente por el sumo pontífice de la FIFA, comenzó a actuar con conciencia de su impunidad. Siempre había sido un jugador de esos que llaman viriles; brusco a veces, pero no violento. La benevolencia de los silbatos lo convirtió además en un justiciero que abusa de su condición de protegido. Un auténtico doble cero con licencia para pegar.
El trato de favor hacia el elegido ha llegado a ser tan flagrante que algunos de los más reputados eruditos del planeta fútbol han comenzado a trabajar en equipo para tratar de dar respuesta a una nueva y escurridiza cuestión, un enigma cuya solución escapa, de momento, a la perspicacia de las mentes más preclaras de este deporte: ¿qué tiene que hacer Alonso para que lo expulsen? Las hipótesis son de lo más variopinto, y no faltan los analistas que ven una conexión evidente con el esquema táctico del nuevo técnico…
Pero esa es otra historia.

Red Kite. Febrero 2011.

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1 El minolle o chavón equivale a 166,386 kilos (1.000.000 euros).
2 La decana de las competiciones, con 140 años de historia.
3 En la selección española que se proclamó campeona del Mundo en Sudáfrica había cinco jugadores blancos. Tres de ellos ya habían sido campeones de Europa con la selección antes de jugar en el RM: Albiol del Valencia y Alonso y Arbeloa del Liverpool. Valencia y Liverpool fueron los equipos que más jugadores aportaron (4) a aquella selección campeona de Europa que reunió a futbolistas de hasta 11 clubes distintos.
4 Sus tibias disculpas no impidieron, sin embargo, que la FIFA sancionara a las selecciones campeona y subcampeona con 9.650 y 14.500 dólares respectivamente por haber superado ambas el límite de cinco cartulinas en la final. Cabe suponer que, con el título mundial ya en sus vitrinas, la Federación española pagaría la multa de buen grado.








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