De mi infancia, lo único que recuerdo es que empecé a trabajar muy joven. Como todo quisqui, tuve que buscarme un empleo. Entré de aprendiz en una fragua y al poco tiempo ya me ganaba la vida como fabricante de espadas. Era un oficio noble y próspero, pues en aquella época las guerras eran algo bastante frecuente y sobraba la clientela.
Siglos más tarde, con la llegada de la pólvora, mi negocio se fue al traste, lo que me obligó a reciclarme. Convertí mi herrería en un taller artesano donde fabricaba toda clase de armas de fuego. La fortuna no tardó en sonreírme de nuevo, pues los humanos seguían empeñados en matarse entre sí y hacían cola para recoger sus pedidos. Llegué incluso a ser armero de una casa real, lo que me reportó pingües beneficios.
Sin embargo, a pesar de mi naturaleza hematófaga, tanta sangre acabó por hastiarme. Dispuesto a dar un giro radical a mi vida, me hice trovador. Siempre se me han dado bien las lenguas, así que, acompañado de mi cítara me dediqué a vender mis trovas por los cuatro confines. No era una empresa tan lucrativa como la de las armas, pero me permitió conocer mundo y mezclarme con la gente.
Pero mi carrera de poeta de los caminos no duró mucho. A los pocos siglos, un cretino inventó la imprenta, y aquel trabajo dejó de ser rentable. Otra vez a cambiar de gremio. Aprovechando mi habilidad con los instrumentos de cuerda, me dediqué a la música. Aquellos fueron buenos tiempos. No sólo me ganaba la vida holgadamente, sino que además conseguí el reconocimiento del público que abarrotaba los lugares donde tocaba.
Aquello duró varios siglos, hasta que llegó un nuevo invento: el gramófono. La gente ya no necesitaba acudir a mis conciertos para escuchar música, y el negocio empezó a flojear. Sin embargo, lo que al principio pareció una serie amenaza se convirtió muy pronto en una mina de oro. Con la venta de discos, mis ingresos se multiplicaron. Tanto, que podía permitirme el lujo de no dar más que unos pocos recitales al año. Luego vinieron las casetes y el CD. Al vídeo y al DVD no pude sacarles partido, ya que mi imagen de inmortal no podía ser captada ni reproducida con aquella tecnología, pero aun así las ventas no dejaban de crecer. Fue una época inolvidable.
El Palacio Longoria, donde ahora resido. Tiene dema- siada luz para mi gusto, pero no está mal, ¿a que no? |
Entonces, un amigo vampiro me habló de la SGAE. Y ahora, por fin, estoy entre los míos».
Red Kite. Febrero 2011.
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