jueves, 17 de marzo de 2011

Fukushima mon amour (contra las TDT's)

Fascina –y, si mal se piensa, hasta sobrecoge– la facilidad con que los opinantes profesionales de las tertulias que saturan la digitalizada oferta radiofónica y televisiva disertan sobre los más variados temas. No importa el asunto de que se trate, ni si guarda o no relación con los méritos académicos o curriculares de los tertulianos. La cosa es hablar de lo que sea, empleando la mayor cantidad posible de vocablos técnicos y altisonantes. El vulgo es voluble y poco cultivado, de manera que cuanto más enrevesadas e impronunciables sean las palabras y los conceptos utilizados, tanto más crédito corresponde otorgar a las opiniones. Y como la ignorancia es osada pero tiene las patas cortas, más de uno termina metido en un lodazal del que no puede salir sin mostrar en público la fofa desnudez de sus miserias intelectuales. Lo que empieza siendo un discurso pretendidamente didáctico acaba con frecuencia convirtiéndose en un residuo verbal didácticamente pretencioso. Por supuesto, hay notables excepciones que aportan manchas de clara brillantez, pero el tono general no pasa del gris marengo.
En un increíble alarde de atrevimiento e insensatez, hay programas que incluso someten el tema de la tertulia a la voluntad de los espectadores. Reconvertido en jurado popular, es el público asistente el que decide in situ con su voto cuál es el asunto al que los tertulianos deben dedicar su versátil verborrea. Hacerlo al revés, seleccionando primero la materia y después a los invitados más capaces, sería menoscabar la espontaneidad del sufragio universal televisivo; y, sobre todo, aburriría al ciudadano medio, que es quien con su docilidad sostiene el invento.
La central nuclear de Fukushima II antes del desastre.
La falta de un criterio racional para elegir a los tertulianos de estas TDT’s (Tertulias De Todólogos) es tan paten-te como la implacable máxima mercantilista con que las cadenas en general seleccionan sus contenidos: si un pro-ducto se vende, es bueno. El único control de calidad lo proporcionan los índices de audiencia. Cierto es que los auditorios suelen ser poco exigentes, pero ello debería ser motivo de inquietud para los medios –al menos para los públicos; los nuestros; los de todos– y no objeto de explotación comercial. Es justamente esa escasa exigencia del público la que hace que los cofrades todólogos se crezcan y se aventuren a dar su parecer sobre cuestiones a las que ni siquiera han dedicado un par de tardes en la Wikipedia. La todología es una disciplina transversal que abarca cátedras como la macroeconomía, la epidemiología o la física nuclear.
En temas tan serios como pueda ser el de la energía atómica, tal frivolidad llega a producir indignación, además de vergüenza ajena. Ante una situación tan preocupante como la que se está viviendo en la central japonesa de Fukushima I, cuando mayor es la necesidad de voces serenas e informaciones meditadas y contrastadas, los tertulianos, moderadores, presentadores y hasta los políticos de turno continúan luciendo su necedad sin el menor atisbo de pudor. Eriza los pelos de la nuca oír cómo uno de estos expertos (no nos gusta señalar) confunde, sin que nadie le corrija, la fusión del núcleo del reactor con la fusión nuclear. Claro: suena tan parecido que por fuerza debe significar lo mismo. Si ancha es Castilla, poco menos ha de serlo el castellano. Algo más tarde, en otra emisora, la locutora da paso a una corresponsal desplazada a Japón que se encuentra «en la zona cero» del desastre. Inmediatamente volcamos toda nuestra atención hacia el televisor, ansiosos por contemplar a la intrépida reportera que ha tenido agallas para viajar hasta la zona cero en pleno accidente nuclear. Esperábamos ver a alguien ataviado con un traje especial y refugiado en algún recinto protector, pero no. La periodista se encuentra al aire libre, melena al viento y, aunque no sonríe, no parece preocupada en absoluto. Nos habla desde «la zona cero, a 70 kilómetros de la central nuclear». ¡Acabáramos! Es notable cómo un espacio tan específico como una zona cero puede ampliarse kilómetros y kilómetros solo con echar abajo unos cuantos tabiques. Y es que esos latiguillos del lenguaje les encantan. Acuden a ellos como moscas a la miel. Son, más que muletillas, auténticas prótesis ortopédicas donde apoyar su discapacidad idiomática para transitar por la profesión que les da de comer. La exageración es lo que vende; el rigor es para los puristas.
La zona cero, tal y como la vio la reportera
de una cadena de televisión nacional.
El caso es que, por distintos motivos, mantenerse al tanto de lo que sucede en esos lejanos y siniestros reactores que amenazan con soltar a los cuatro vientos su vómito radiactivo es una tarea compleja y llena de trampas.
En primer lugar, por la distancia, que supone una diferencia horaria que cuesta digerir. Y, como el desfase es hacia el este, las noticias siempre se nos adelantan. Por mucho que madruguemos en Europa, en Japón todo ocurre ocho horas antes, con lo que el significado de palabras tan cotidianas como hoy o ayer se vuelve impreciso y escurridizo.
Luego está la opacidad del Gobierno nipón, que dosifica la información con una tacañería sospechosa, en un vano intento de quitarle uranio al asunto. No deja de ser desconcertante que los responsables de la seguridad nuclear japonesa, que disponen al instante de datos sobre el terreno, se obstinen en mantener la alerta en el nivel 4 INES (Escala Internacional de Accidentes Nucleares) mientras sus homólogos franceses de la AFSN, a miles de kilómetros de distancia, aseguran disponer de información suficiente para asignar al accidente un nivel 6. La estrategia, sin embargo, parece funcionarles en Japón, dada la aparente mansedumbre de sus gobernados. ¿Qué haríamos en España si viviéramos cerca de un accidente nuclear y nuestro Gobierno nos recomendara cerrar puertas y ventanas y quedarnos en casita? Sindudamente, salir excretando lácteos.
El comisario Oettinger con la bocaza 
en su pose habitual. Si calla, revienta.
Hay que contar, además, con el alarmismo interesado de ciertas voces autorizadas que, a sueldo del lobby energético, preparan el terreno a nuevas medidas para compensar económica-mente a las eléctricas por el más que probable aumento de los costes de explotación. Solo así se explica que todo un comisario europeo de Energía se atreva a hablar de «apocalipsis» nuclear. En España sabemos bien lo que esas alarmas significan. Todavía estamos pagando en nuestra factura mensual (y seguiremos haciéndolo hasta 2015) la moratoria que heredamos del felipato. Que se preparen los alemanes los primeros, que ya han mandado parar siete reactores. Europa entera sabe en qué se traducen esas llamadas a rebato. Aún está reciente el caso de la Gripe A en 2009, cuando la Organización Mundial de la Salud varió apresuradamente la definición de pandemia para forzar a más de medio mundo a comprar millones y millones de dosis de una nueva vacuna sobre la que caben, cuando menos, dudas razonables. Que no nos pille de sorpresa: cuando esas voces autorizadas comienzan a asustar con el estribillo de que habrá que aumentar los controles y poner «requisitos adicionales», nuestra cartera o nuestra libertad están en peligro. O ambas.
Tampoco podemos olvidar el interés electoralista de nuestros ladinos políticos nacionales, que aprovecharán la menor ocasión para darse un baño de presunta responsabilidad al estilo Palomares. Sin ir más lejos, encargando de la noche a la mañana un estudio que evalúe los riesgos de un eventual tornado en la central nuclear de Garoña. Una curiosidad repentina que habría tenido mucho más sentido hace año y medio, ANTES de prorrogar la vida útil del decano de nuestros reactores. Sería muy ilustrativo preguntar al ministro del ramo si se ratifica en sus declaraciones de hace un año, cuando afirmó aquello de «temer la energía nuclear es como tener miedo a los eclipses». Singular y sesuda aportación la del titular de Industria y Energía, que además de tontos, nos llamó pusilánimes.
El reactor 3 de Fukushima y lo que queda de su
estructura de contención. Era hormigón armado.
Por todos estos factores, conviene ser prudentes al tragar la información, beber siempre en varias fuentes y tener claro que el agua más limpia casi nunca es la del grifo. No caigamos en maniqueísmos absurdos que solo enconan las posturas. A corto y medio plazo, el debate en nuestro país debe centrarse en las plantas ya operativas. Cara al futuro, la apuesta tendría que estar ya clara. La energía de fisión no es –no debería ser– una opción mientras no se encuentre una solución válida a la cuestión de los residuos. Ni siquiera desde un prisma estrictamente econó-mico. Las centrales nucleares no son rentables a menos que papá Estado ayude a financiar su construcción y el almacenamiento de los residuos. Es decir, a menos que las paguemos entre todos para beneficio de unos pocos. Desde 1997, año en que expiró en España la moratoria nuclear, muchos grupos de inversores y grandes capitales han tenido oportunidad de demostrar lo contrario. Y no lo han hecho.
A todo esto, son las 23:00 (CET, hora española) del día 7 del desastre y la situación en Fukushima I puede calificarse de desesperada. Chernóbil aún está lejos, y aunque es muy improbable que vaya a quedar cerca, hay pocas razones para el optimismo. Continúa la refrigeración con agua lanzada desde helicópteros y camiones cisterna, y parece ser que ya han conseguido hacer llegar electricidad a la central. Sin embargo, no está claro si en el caso de los reactores más dañados eso servirá de mucho. Que San Demócrito el longevo nos proteja.

Red Kite, marzo 2011.

NOTA: A continuación se enlazan algunas fuentes (en inglés, la mayoría) donde apagar la sed de actualidad. La potabilidad, salvo indicación expresa, queda a juicio del navegante:
La pizarra de Yuri (blog de agua clara como pocas)
Consejo de Seguridad Nuclear (lento en actualizar datos)
BBC (en inglés)

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